domingo, 25 de julio de 2010

Ángela

El Paseo Puente, que conecta el kilómetro cero de la Plaza de Armas con el barrio (de la antigua estación) Mapocho, es un afluente alborotado de peticiones y ofrecimientos. Allí jóvenes de veinte o treintitantos recitan sus argumentos, o más bien los de sus empleadores, para vender un contrato de teléfono móvil de pie y de corbata en sus estrados corporativos y publicitarios, con la ilusión fatua de ganar comisiones frente al flujo de cientos de potenciales (y escurridizos) firmadores. Sólo a algunos pasos, un grupo de peruanos concertados con un par de teléfonos celulares y acento rigurosamente apegado a la letra española venden llamadas hacia Lima, Arequipa y otros enclaves del antiguo virreinato. No muy lejos en la esquina están los puestos de mote con huesillo, bebida nacional y dulce de duraznos secos con semillas de trigo cuya demanda, a diez grados celcius, es trasvasijada a los vendedores de bufandas y orejeras y artículos que apalian el frío o más bien conservan el calor humano. Una mujer, de unos sesenta y tantos años, espera sentada en una banca y ofrece antenas para televisor. Por si acaso. Esto sumado a los cientos de personas que expulsan la boca subterránea del metro y las puertas vidriadas de las tiendas menores. La mayoría no se detiene a mirar. Sólo camina a lo largo de la calle y a paso rápido como si no pudiera detenerse, como si realmente fuese un puente endeble sobre un río de dudosa calma en invierno.

“¡Ángela! ¡Ángela!”, se oye la voz de un hombre de voz adulta. Tiene unos cuarenta años y una mochila raída Levi's que cuelga de la espalda de su silla de ruedas. Una de sus piernas, o el lugar donde normalmente está la pierna derecha, es un misterio cubierto por una manta de sintétic azul. Conduce por el medio de la calle. Vuelve a llamar otra vez, imperante: “¡Ángela! ¡Ángela!”. Ángela se acerca a él. Está vestida con un traje color violeta. Coge un balde de playa anaranjado por el mango y se acerca a los transeúntes. No podría decirse que pide limosna de la forma tradicional. Simplemente coge el balde por el hocico -el mango ya está deteriorado y ha sido reforzado con cinta de embalaje-, lo traslada consigo unos pasitos más hacia Rosas, la próxima esquina, y luego lo deja en el suelo. Prosigue a aquella acción el sonido de las monedas metálicas que se reacomodan en el balde tras el golpe contra la superficie del suelo. Y allí Ángela espera. A que alguien note su presencia, y puesto que el paseo Puente es una arteria relativamente estrecha si se considera al resto de los Paseos santiaguinos, sólo es cosa de que se interponga en la ruta rectolineal de algún peatón. A pasos de Rosas -la calle de los artículos de costura- una mujer ríe de manera estertórea y lanza un alarido de ternura, un distendida “O” entonada de forma descendente. “Hágale cariño”, dice el hombre-amo-patrón. Pero continuó su camino hacia la Plaza de Armas. Una niña que tira de una bolsa con blondas y arpillera dice oy, la perrita pa habilosa. Se acerca a Ángela, le da una moneda de cincuenta pesos y frota sus orejas con sus manos enguantadas y una sonrisa en la cara. O, en otras palabras, Ángela recibe otros siete gramos niquelados que debe cargar con el maxilar por cada acto de (relativa) generosidad. Mientras más generosos, más trabajo para Ángela. Pero no ladra, ni aúlla. Sólo coge el balde y lo suelta de vez en cuando, cada cinco segundos o cuando el hombre en silla de ruedas lo ordena. Un turista angloparlante sonríe con su cara de querubín rubio y regordete y le toma fotografías a Ángela. No le da un dólar, ni un penny, sino quinientos pesos más como redondo agradecimiento por el vodevil canino. Ángela se acerca a otra mujer que también pide dinero, en su caso con un tarro de nescafé, y yace en el suelo sin sus extremidades inferiores junto a una de las entradas del centro comercial. La mujer suelta una carcajada. Están a la misma altura. La estrategia mercadotécnica del hombre de la silla de ruedas es superior: los transeúntes miran a Ángela, pero la mujer no recibe monedas, inadvertida como visitante de una playa muy ocupada. Tampoco mira al vendedor que ofrece boletos de kino -cartillas de lotería-, apertrechado con una huincha de esas papeletas sin prepicar que le cruza de hombro a cintura. Diríase que él tiene más posibilidades de ganar, pero él debe venderlos por su trabajo, algo así como “Su fortuna es mi sueldo”.

Esquina con Santo Domingo, una cuadra más al norte de Rosas en dirección a la Estación Mapocho. Una mujer de tacones y bolsa de papel ecológico camina con prisa. Su pista imaginaria va en sentido contrario a Ángela y embestirá con ella si no vira alguna de las dos. Ángela se detiene y deja el balde naranja en el suelo tras haberlo tomado unos segundos antes. Los tacones avanzan sin atención a la pequeña recolectora. El balde se da vuelta y caen las monedas. Algunas, de canto, ruedan unos metros por el paseo. Ángela no sabe qué hacer. Inmediatamente después del accidente, el mismo “O” descendiente como sonido de ambiente, como si todos allí no fueran sino el elenco de un musical ruidoso con una puesta en escena planificada. La mujer puso sus manos en las mejillas, avergonzada. Recogió las monedas y el dueño de Ángela -el absoluto tributario- le dijo que no se preocupara, que le hiciera cariño nomás. Ángela recibió unas palmaditas suaves en la mollera, cerca de sus orejas peludas y rizadas de cóquer espaniel. El semáforo dio en rojo. Ángela tiene un espectro de colores visualmente reducido, pero entiende la señal de su amo y no coge el balde hasta su señal. Observa los microbuses que cruzan Santo Domingo hacia el oeste, hacia Pudahuel. El hombre se acomoda en su vehículo y le sonríe.

Dos cuadras más allá, cruzando San Pablo mediante la misma técnica dadivista -carga el balde con el hocico, camina unos pasitos por el medio del Paseo, luego descansa y de vuelta a lo mismo- llegaron a una carnicería en Puente 879, frente a la Estación Mapocho y a pasos del Mercado Central. “Ángelo ¿lo mismo de siempre?”, preguntó el carnicero. Hay un olor fuerte a callitos y a carne cruda, quizá por los trozos de músculo animal y vísceras que descansan refrigeradas tras la vitrina. Ángelo asintió: desea un paquete de vienesas y una porción de pichanga, metáfora futbolística para una ensalada de pepinillos en vinagre, coliflor, aceituna, trozos cuadrados de queso y jamón y zanahoria cruda. Tomó el balde con el importe y lo volteó en su regazo. Juntó dos mil pesos y dirigió su silla de ruedas hacia la caja, un cubículo envidriado donde una mujer maneja una máquina registradora y raya una lista con números por cada compra boleteada. De espaldas a Ángelo, su tocaya recibía un bocado de salchicha en manos del carnicero, un petit-bouche antes de la última remuneración de la tarde que se hacía ocaso en Cal y Canto. ¡Ángela, Ángela!, él la llama. Y Ángela se le aproxima.

Termina el Paseo Puente. Ángelo se dirije a una plazoleta, a un juego de bancas de cemento. Quita su mochila del respaldo y la apoya sobre sus muslos. Saca un objeto filoso y abre el envase de embutidos al vacío. Pica en trozos unas cinco o seis vienesas. Ángela espera con su trajecito violeta y la cola impaciente. Hace una intentona por participar de la pichanga, pero es malograda con un amague poco angelical. Sin embargo, le ofrece a cambio el picadillo de cecinas que Ángela se apresta a comer con atención. Y ahí se quedan ambos, detenidos en su estación de merienda mientras oscurece y el olor a aceite quemado se respira en el ambiente por los carritos de comida que exageran su vapor del frío a las siete de la tarde.

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