martes, 13 de julio de 2010

El profe de Estado (profesor y profeta)

Estado 48. Frente a una sucursal siempreverde de Falabella cuya música ambiental se entreoye, diríase, por el rabillo del oído. Se escucha fuera de la casa comercial la voz megafónica de un hombre. Al parecer es un predicador, como tantos que misionan en el centro de Santiago: aquellos eufóricos, violentos, que profieren salmos con las venas palpitantes de la frente sin el auxilio de aparatos electrónicos. Otros muestran caras manifiestas de “vine por cumplir” en los Paseos mientras la multitud transita, compra periódicos, fuma, mira las vitrinas de calzado, típicas de esta calle. Sin embargo, este hombre es diferente. Se llama Jeremías e imparte clases-prédicas gratuitas de conspiracionismo y religión sin la estrategia confrontacional de sus correligionarios. Hay un ánimo didáctico en él, se nota en la pizarra que lleva y en sus plumones azules y medio gastados.

Ya hay unas veinte personas alrededor de él, formando una medialuna. La pizarra está maltrecha y sujetas a ella, una decena de fotografías enmarcadas en papel lustre y envueltas de cinta adhesiva transparente, plastificadas. Entre las imágenes están los escudos de la Universidad Católica y la Universidad de Chile y una amplificación de un dólar americano. Por ejemplo, dice, con dos o tres sencillos pasos de origami en el billete es posible ver dos Torres humeantes: son sus pruebas fehacientes del contubernio masónico y estadounidense en todo el planeta. “Este hueón habla pura mierda”, suelta un disidente que se marcha luego de una risotada con sus dos acompañantes. Sin embargo, sale uno y entran tres con rostros absortos que eligieron concentrarse en él ante un millar de estímulos y distracciones que ofrece el centro de Santiago.

Jeremías coge un plumón azul de pizarra y explica con peras y manzanas la teoría de Malthus sobre la población y el hambre mundial: “los alimentos crecen en proporción aritmética, así: un, dos, tres, y los humanos nos multiplicamos así: uno, dos, cuatro, ocho...”. Por eso, según Jeremías, los grandes conglomerados del mundo quieren reducir la población mundial a través del flúor ponzoñoso con el que blanquean el agua, y con técnicas menos evidentes y más domésticas como la venta de ollas de aluminio. “Fantuzzi no va a terminar con esto nunca porque es el medio negociao, hay mucha plata metía: las ollas de aluminio, al calentarse, expanden sus poros y entra comida. Al enfriarse, esta comida se guarda y se pudre y luego vuelve a mezclarse con el almuerzo de mañana”, dice. El público-alumnado le responde con preguntas temerosas por el porvenir y con cabezas que asienten: ¿Y qué pasa con los chips en las tarjetas? dice una, mientras él reparte material gratuito sobre la conspiración del Vaticano en el mundo. Jeremías saca una fotografía de su bolsa blanca de feria con una tarjeta amplificada y explica lo que sólo sería el comienzo de un control integral sobre los sujetos de la Tierra. “Y en Chile ya se va a aprobar lo del microchip”, dice. “¿Y la tarjeta BIP?”, dice risueña una joven, “la BIP es un ejemplo”, responde Jeremías. El público se pelea por recibir material gratuito y dicen algunos: “si yo he escuchado eso, ¿tú lo habíai escuchao? Y Jeremías sonríe con su barba mesiánica y su apariencia de cartero, vestido casi entero de tonos grises, con mocasines gastados, una corbata grisácea y una parca del mismo tono del suelo del Paseo. Detiene por unos instantes la clase, pide que sus alumnos se alejen un poco para que el resto de los paseantes aprecien su oferta académica. En el intermezzo, le piden su correo electrónico y su número telefónico. Les dice que mejor le escriban, pues “con la Gracia de Dios” fue invitado por (bíblicos) cuarenta días a Centroamérica a repartir su ministerio de precaución y del “Ahora sí que sí viene”.

Cambia las pilas, recargables, de su megáfono mientras ofrece devedés (dvd's) en los que él explica diversas maquinaciones mundiales. Son discos temáticos, a mil pesos cada uno: sobre el acelerador de hadrones de Alaska que provocó el terremoto en Chile (del que ya habló anteriormente y dos meses antes de que ocurriera: pues cada veintinco años viene un gran sismo en Chile y Dios agota todos los recursos para hacérnoslo saber, explica); sobre los magnates, los masones, el Papado, las multinacionales y otras más que tienen a la humanidad atrapada como un pescador sostiene las jarcias de un cardumen de peces.

Las fotografías del segundo bloque académico, con renovada energía alcalina para proyectar su ministerio, son ilustraciones de la Biblia: la imagen de Moisés cortando en dos el mar Rojo y al lado, la evidencia arqueológica de dos pilares que fueron construidos, según Jeremías, por el mismísimo rey Salomón para marcar el punto de entrada y salida del milagroso y seco salvoconducto que permitió la salida de un pueblo oprimido. Posteriormente, muestra una representación del Apocalipsis, con una mujer voluptuosa y enjoyada (“la ramera de Babilonia”) sobre un monstruo de siete cabezas, acompañado por la enumeración de los salvados que entrarán al Cielo según Levítico. “Hay personas a las que les interesan las teleseries, Michael Jackson, pero ese no es el camino para ser salvo”, sermonea. Una mujer de Paine, de unos sesenta años, con una bolsa de Tricot y unos lentes de sol, sonríe, asiente, aprueba al profesor con nombre de profeta. Puede leerse en sus labios algunos amenes que pronuncia cada vez que Jeremías enuncia una afirmación. La clase se vuelve más peliaguda para Jeremías cuando otro de los oyentes, al parecer un parroquiano de confianza, pues fue él quien registró el bolso del profesor para mostrar la Biblia y condenar con dificultad lectora a “fornicadores, ladrones y afeminados” del Levítico, pregunta por qué Adán y Eva eran blancos y a la vez existen seres humanos de piel oscura, y apunta a modo de ejemplo a uno de los presentes: un haitiano de dos metros con la mirada circunspecta, atento a cualquier atisbo de discriminación en la respuesta de Jeremías y cuyo rostro demuestra su nulo interés en ser el modelo de la clase. Jeremías notó al gran argos afrocaribeño que lo celaba, sonrió, dio una respuesta muy breve, sin relación al tema, y volvió a su especialidad confabulacionista.

Después de una hora de lección, ya está dando por término la clase del día. Ha vendido unos quince discos y se le oye su voz más rasposa, no a través del megáfono sino fuera de él. Le hacen una última pregunta acerca del terremoto: ¿y cuándo será el próximo? Dijo la mujer de la bolsa Tricot. “Eso Dios aún no lo ha manifestado”, respondió Jeremías, y los alumnos, como suele ocurrir, asintieron sin decir nada y se despidieron del profe antes de que la mujer volviera a Paine, Jeremías guardara su pizarra, su bolsa de feria blanca y sus ilustraciones y el resto del público retomara su vida tras salir del paréntesis del antisistema.

1 comentario:

  1. Que bueno!!! Pintas todo de la escena con detalles claras sin juzgar. Tantas cosas ocurren en Santiago, necessitamos cien escritores como ti para revelar todo el magico.

    Estoy de acuerdo con la cosa sobre el microchip.

    -Ale VJ

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